viernes, 29 de enero de 2010
A CIDADE DA ALEGRIA
Serie: Escenas de Ciudad
Ciudad Escenario: Porto Alegre, Brasil
Volver a Brasil después de tantos años fue como lanzarse a un océano nuevo.
Cuarenta años de recuerdos me atropellaron como un camión doble-troque y me levanté de la embestida como se levantaba el coyote en las caricaturas.
Entrar en este colapiscis de sabores, olores y colores tan diversos era como entrar a un mercado persa en el que no sabés qué comprar.
Mi lado brasilero despertó y me sentí un poco en casa, pero más como cuando regresás a casa después de una larga guerra y encontrás que tu casa cambió, que ya no están los viejos muebles, que los vecinos te miran con cara de “y vos quién sos?” y que las calles parecen ser las de una dimensión desconocida.
Brasil, meu Brasil. Un colage de identidades paralelas y a la vez disímiles. Un nación en proyecto donde los grupos étnicos dicen vivir en armonía pero todavía se muestran los dientes. Un país que se dice pacífico pero donde sus diez metrópolis registran a diario interminables guerras urbanas.
Mi primera faena cultural es una cena navideña con una familia de mormones.
Son muy amables, respetuosos y moderadamente abiertos. Les asombra que yo haya estado en Salt Lake City y conozca la mecca mormona mejor que ellos mismos.
La comida es abundante y deliciosa. Descubro que el salpicón para ellos es una ensalada mientras que para nosotros es una mezcla de frutas. Pruebo un nuevo animal: el chester, un curioso híbrido de pavo y gallina. Sabe bien. Me divierte el colorido del vestido de la anfitriona. Cuando pido que me pongan samba para ambientar la reunión descubro el racismo manifiesto en Robson, el muchacho de casa, quien dice que sólo baila samba con los dedos, porque es música de negros y aunque le suena bien, no le entra en el cuerpo.
En los días que siguen exploro la ciudad de la alegría para darme cuenta que ese eslogan se ha vuelto una utopía, que la gente sonríe poco y que la alegría ya no es brasilera. El crisol de razas, culturas y clases sociales no se mezcla del todo y las clases sociales son más marcadas que en muchos lugares del continente. El sistema de transporte es increíblemente organizado y cada bus urbano y vagón del metro tiene poemas que hacen los largos viajes menos tediosos. La ciudad es larga y estrecha como Chile, un chorizo lleno de edificios y gentes que van y vienen las 24 horas del día. Es casi tan grande como Medellín, pero mucho menos industrializada. El centro es horrible, como en cualquier ciudad grande. Entrar a los baños públicos es una aventura fétida de la que huís espantado y evitando respirar para no aspirar esos olores. La gente va siempre ensimismada y pasás completamente desapercibido. Mi portugués está más fosilizado de lo que imaginaba. Intento pequeñas empresas comunicativas y termino hablando portuñol o diciendo alguna insensatez. El calor es insoportable y el barullo de ciudad alcanza a alienarte.
Entrar en un banco, local comercial o cualquier espacio con aire acondicionado es entrar en el cielo. En Brasil todo es grande. Todo. Empezando por las distancias e incluyendo los almuerzos “a la minuta” en los que sirven en cantidades alarmantes, como si estuvieran llenando camioneros.
El metro es viejo y se asemeja más a un tren de cercanías. Al entrar en él empiezo a sentir los brasileros más cercanos, menos tangenciales. En una de las estaciones empiezan a acecharme con miradas escrutadoras. Había olvidado que en este país te hacen el amor sólo con los ojos, sin quitarte la ropa, sin tocarte siquiera. Miradas que me estrujan y violentan mi interior convirtiéndolo en un volcán en erupción. Pasan cuatro estaciones y dejo de sentir el ruido del tren para sentir el torrente de mi sangre que como lava pugna por salir de mi cuerpo. El bulto ya es indisimulable y la eyaculación amenaza con manchar mi pantalón. Recurro a una técnica tántrica para inyacular en vez de eyacular. El agua de vida salpica mis entrañas y fustiga mi cachondeo de latino caliente e insaciable. Es el momento en que el tren llega a su estación final: São Leopoldo. Me incorporo avergonzado como adolescente al que han sorprendido masturbándose. No hay kleenex. No hay silicio. Tan solo un sol candente que revuelve un cuerpo recalentado.
La política en estos lados es narcotizante. El pueblo vive de ilusiones y utopías. La maquinaria mediática del presidente Lula da Silva es imparable. Afuera se le asume como el redentor sudamericano, aquí se le ve más como el anciano marrullero que le da de comer a las palomas en el parque. Les tira pedacitos de felicidad y bienestar, pero el pueblo sigue empobreciéndose empeliculado con el cuento que se inventaron los economistas de que Brasil será ahora la nueva potencia del mundo. Tanta riqueza no se ve en la gente de a pié, que sigue sobreviviendo con sueldos miserables y productos básicos carísimos. La izquierda les mintió tanto como les mintió la derecha y ahora el exsindicalista se codea con los empresarios poderosos y llena su bolsillo izquierdo con los reales que le niega al sistema de salud que beneficia a los más pobres. Es tan corrupto como los anteriores, pero le apuesta al continuismo con una candidata títere que hará su voluntad y mantendrá su clientela mientras la constitución le permite volver. Al pueblo le seguirá dando pan y circo. Los payasos seguirán sonriendo aunque lleven en sus sienes coronas de espinas.
Ir a una playa de los alrededores es una experiencia particular. Tramandaí, a menos de dos horas de Porto Alegre en autobús, es una playa donde voy para hacer el ritual de las siete olas, pero no siento muchas ganas de sumergirme en un mar marrón y llego de algas. A praia do povo le dicen los locales. No hay garotas gostosas como imaginan en el resto de Latinoamérica. O se engordaron todas o simplemente las superaron kilométricamente las que ves en las playas caribeñas. Estas, al parecer, no han captado la estética de playa que impera en el Caribe. Pasean desvergonzadamente sus michelines con trajes de dos piezas que te hacen pensar que la moda sí incomoda. Los hombres exhiben sus barrigas como trofeos bávaros y sus pieles son de un blanco ofensivo. Ni siquiera tienen el rosado camarón de los blancos insolados en otras latitudes. Dan ganas de importarles el aceite de coco que venden las negras en Cartagena y que le garantizan a nuestras musas un perfecto bronceado.
El aire del mar me renueva y recargo energías para dar un salto largo hacia mi próximo abismo, Brasil adentro, donde moran los fantasmas y los recuerdos te rondan como dragones a chinos esqueléticos que todo lo resuelven con artes marciales. Mi sable no alcanza a rozar siquiera la piel dura del destino.
© 2010, Malcolm Peñaranda.
FOTOS:
http://www.facebook.com/home.php?#/album.php?aid=7002&id=100000449473071
viernes, 3 de abril de 2009
Amores Batracios
Serie: Escenas de Ciudad
Ciudad Escenario: Los Ángeles, California.
Si algo tenían en común aquellas tres mujeres era lo soñadoras.
A veces parecían vivir en un cuento de hadas en el que ni eran felices ni comían perdices.
Las tres eran inmigrantes, bellas y estaban en edad de merecer.
Eran tan exigentes que siempre te preguntabas si estarías a la altura de ese supra yo que ellas proyectaban de vos.
Cuando las conocí me las presentaron como “las tres tristes tigresas” y como al principio no entendí totalmente el porqué de la etiqueta, tuve que utilizar todos mis conocimientos de sicología para descifrar cada enigma de mujer que ellas representaban.
Era como entrar en el laberinto del minotauro, pero sin minotauro y sin burladeros, rastrillando los pies como toro bravo para no dejarse devorar de las tigresas.
Marietta, la salvadoreña, era una médica medianamente exitosa que a veces hacía de uróloga aficionada. Desde que había migrado de su El Salvador en guerra, tenía como única meta encontrar a su príncipe azul aunque para ello tuviese que besar muchos sapos y uno que otro viejito verde.
Hablaba inglés perfectamente pero cuando quería conquistar un gringo visajoso recurría siempre a su frase de cacería número 13: “I don’t speak much English, wanna teach me some?”. Lo decía con acento y más parecía una wetback que una residente retrechera. Si el ganoso de turno se hacía el interesante, recurría entonces a su infalible juego del “tequila caliente” porque era una convencida de que un ombligo apetitoso vale más que mil palabras.
Lola, la española, era una divorciada acomodada que vivía de un salón de belleza que de vez en cuando administraba y del sudor de su exmarido, un macho vulgar y superficial que gastaba parte de su fortuna en callgirls y masajistas pajeras.
Ella en cambio, se derretía por los texanos o por cualquier hombre que tuviera pinta de vaquero y que pudiera cabalgar cual potro salvaje. No necesitaba hablar. Le bastaba su mirada lasciva y sus labios carnosos para conseguir lo que quería. Jamás se le resistió hombre alguno. A todos los despojaba de su ropa interior que luego etiquetaba y guardaba en un cuarto como sus trofeos de guerra. Tenía un pantaloncillo negro que decía Bruce Willis y juraba que se había acostado con él, que le había hecho el “combo” y que el tipo tenía el fetiche de los pies.
Sandra, la colombiana, era tan ilusa como irresistible. Trabajaba como ejecutiva en un banco y a menudo rompía el dress code poniéndose faldas arriba de la rodilla para dejar ver sus piernas perfectas que desconcentraban a cualquiera.
Recién llegada a Los Ángeles soñó con ser actriz y volverse famosa de la noche a la mañana. Empero, jamás se acostó con ningún director para obtener un papel, aunque propuestas no le faltaron. Ella sabía que al hacerlo solamente obtendría el papel de amantonta de ocasión. Había migrado a los Estados Unidos porque estaba harta del machismo de los colombianos y decía que no quería terminar sus días como la típica ama de casa latina. Insistía en que los gringos y europeos eran menos machistas y que la valoraban más por sus opiniones que por sus atributos físicos. Pobre ilusa.
Cuando las tres tigresas salían juntas de cacería se convertían en auténticas depredadoras que devoraban cualquier hombre que cumpliera por lo menos siete de los diez requisitos que habían escrito conjuntamente. Sin pensarlo, se habían convertido en espejos de esos hombres que se acuestan con docenas de mujeres porque creen que a través del sexo encontrarán la mujer ideal, aquella de la que se enamoren porque resulte ser una especie de “virgen con experiencia”, una contradicción de cazador cazado que no piensa con la cabeza sino con la cabecita.
Ellas los buscaban altos y bien parecidos, pero a veces se conformaban con feos inteligentes o enanos con sorpresa. Jamás lo hacían borrachas ni aceptaban faena sin “sombrero” porque decían que preferían morir asesinadas que víctimas de Sida.
Intentaron tantas fórmulas. Experimentaron tantas nacionalidades. Se metieron en medio de tantas parejas. Y besaron tantos sapos! Pero ninguna de las tres coronó su príncipe y terminaron mal casadas, bien divorciadas y cantando “It’s raining men” a todo pulmón en cualquier bar con rocola donde sirvieran buenos martinis. La última vez que hablé con ellas por teléfono estaban en Daytona a la caza de adolescentes cachondos en spring break. Nunca cambiaron. Nunca cambiarán. Y espero que nunca lo hagan porque son infinitamente divertidas.
© 2009, Malcolm Peñaranda.
Morboloco
Serie: ESCENAS DE CIUDAD
Ciudad Escenario: Barranquilla, Colombia.
Su verdadero nombre es Jose, o tal vez José, pero en nuestra Costa Atlántica
jamás lo pronuncian con la e acentuada. Pocos saben su nombre sin embargo, pues
todo el que lo conoce lo llama Morboloco, su bien merecido apodo que le
chantaron desde el colegio.
Y es que desde niño era morboso y loco divertido. Todo un atravesado, como
diríamos aquí. Me contó muerto de la risa como a los doce años se ponía una
pantaloneta a la que intencionalmente le rompió el bolsillo derecho y luego le
pedía a sus primas que le buscaran la plata para pagar el “bolis” y lo que
encontraban era sus bolas y su pirulín listo para la acción.
Desde niño las mujeres lo han detestado o lo han amado, pero a ninguna le ha
sido indiferente. Para los hombres es como una especie de héroe al que a veces
admiramos por su atrevimiento pero del que nos avergonzamos por su ordinariez.
Cada una de sus locuras nos divierte aunque al mismo tiempo nos dé vergüenza
ajena. A veces nos preguntamos si sus neurotransmisores están orientados a algo
más que al sexo y al placer.
Como buen costeño, es fresco y locuaz. Es alto y medianamente atractivo, aunque
se cree galán de pueblo. Camina con su tumbao y a veces te preguntás si al
hacerlo está escuchando la canción de Melrose Place o Staying Alive, la
legendaria canción de Bee Gees que identificó a la película Saturday Night
Fever.
Usa lociones frutales y se peina a lo “no me jodás” para no pasar por
metrosexual. Jamás va al gimnasio porque dice que hace tanto ejercicio
horizontal que para qué más. Admira a Marc Anthony por “comerse” a Jennifer
López siendo un flaco feo y desgarbado y asegura que él no la habría preñado con
gemelos sino con trillizos. Su ropa es de caribeño super cool y sus zapatos
siempre están impecablemente lustrados.
Estudió estadística en una universidad privada del interior del país donde dejó
varios corazones rotos, mujeres emocionalmente envenenadas y comprobó aquella
estadística de que la píldora no siempre funciona. Es de los que creen que quien
debe cuidarse es la mujer, no él.
Consiguió un buen trabajo en una entidad estatal y trabaja en una oficina
lúgubre donde la única alegría es él. Los viernes, como les está permitido ir
con otra ropa y a las mujeres toman a pecho lo del viernes casual y se ponen
faldas cortas por el insoportable calor que hace en Barranquilla, él se pone un
espejito en el zapato, cual adolescente de secundaria, y se para muy cerca de
sus compañeras en el cafetín para deleitarse viéndoles los panties e imaginarse
el “peluche” o “la calva de sonrisa vertical”. Ninguna lo abofetea porque ya se
cansaron de hacerlo y comprobar que eso, antes que cambiarlo, lo excita
profundamente. Rita, la paisa, incluso lo reta y abre un poco las piernas
diciéndole “mirame pues el pinguiñono, Morboloco y calmá las ganás enfermizas
que tenés!”.
Él no se intimida con los escándalos, pero prefiere las mujeres tímidas a las
temidas. Cuando va por la calle piropea igual a las colegialas y a las
solteronas ganosas porque dice que una hembrita buena no tiene edad. Si va con
sus amigotes las clasifica con su ranking currambero: “dos patacones” para las
culiperfectas, “patacón y medio” para las que están buenas y “un patacón” para
las que apenas si cumplen sus mínimos requisitos o que necesitan
“embellecedores”, varios tragos de ron blanco.
A veces lo admirás por su desfachatez, a veces lo odiás por su machismo
excesivo, pero como personaje, es divertido e insólito. No podés ser indiferente
a sus sandeces y a su morbo subido. Dice que sería feliz en la mansión Playboy y
que si muere de infarto, que ojalá sea encima de una rubia despampanante.
© 2009, Malcolm Peñaranda.
Out on a limb
Series: City Scenes
City: Medellín, Colombia.
It was the night of August 29th when my nightmare began.
Just four months ago I used to think I was unbreakable.
I liked to picture myself as that strong, confident man evil couldn’t reach, but it did.
I left the university at 6:30 in the evening and got on the metro, as every Friday evening.
I used to think the metro was our safest transportation system and most of its passengers seemed clean, decent people to me.
As soon as I walked out of the metro station, a couple of those clean, decent people stopped me to ask for directions.
They had a sound Bogotan accent. Come to think of it, they had the accent of that city I dislike the most in my country.
They said they wanted to go to a nearby park where all the nicest bars and clubs are. I just told them how to get there.
They invited me to join them. I refused to do so and became suspicious of them. Too late. The woman took out a mirror and pretended to be putting on make-up and blew some powder in my face.
It turned out to be “burundanga” or “escopolamina”, a powerful drug that blocks your will and leaves you powerless and defenseless for robbers.
It entered my body through my mouth and nose, as I was talking to them. I felt dizzy and weak. I started to tumble but they grabbed me and dragged me out of the metro station. I panicked. But there was nothing I could do or say. I couldn´t even control my tongue.
We all boarded a taxi and went to the park where they forced me to drink a lot of beer and continued drugging me with another substance.
Long hours went by as they questioned me about my income, credit cards and everything that represented money for them. I could barely answer yes or no and a couple of sentences.
When they were sure I was totally defenseless, they ordered me to take them to my apartment. I couldn’t refuse. They invaded my place, my home and searched all over the place for valuable things they could steal.
They found my credit cards and I supposed I gave them the PIN for every one of them as in the early morning of that Saturday they emptied my savings account and got cash withdrawals and purchases from casinos with my credit cards.
I woke up late in the morning because of a strong noise at my neighbor’s apartment. I had a terrible headache and started to throw up. I could hardly go back to bed and felt unconscious again.
A phone call woke me up again in the evening. It was a friend who called to invite me to go see a movie. She noticed something in my voice and asked if something was wrong. I told her what had happened so she immediately came to my aid. She took me to the hospital and I had to stay there till midnight. They saved my life.
The following morning, I got up feeling dizzy and depressed. I was helpless and broke. I only wanted to die.
It took me a couple of weeks to get back on my feet and move away from that depression I delved into.
Going to my little cousin’s one-year birthday party helped me a lot and my cousins were so supportive I couldn’t have made it without them.
Then I had to work as an interpreter and simultaneous translator and that way I got convinced the drug hadn’t affected my brain severely.
The other nightmare came the following weeks when I started claiming the banks for the money I had been stolen. They made me feel like a criminal, like I was the attacker and not the victim.
Three months later one of them finally accepted my claim. The other, the one from which the biggest amount of money was stolen, still treats me like shit.
I’ve told them a million times what happened; have sent copies of the medical report, the police statement and nothing seems to work for them. The name of the bank? Banco de Bogotá. Funny, huh?
Now when I look back upon my deeds, I can’t find a single fact that made me deserve such a tragedy. Perhaps it was a hard lesson I had to learn. Perhaps I was too naïve to trust people.
I still wonder if what comes around goes around. Will justice exist? If it does, will it find its way? Will I ever trust strangers again? Chances are. In the mean time, I’m out on a limb, waiting for common sense to enter that fucking bank.
© 2009, Malcolm Peñaranda.
miércoles, 9 de julio de 2008
Homo Traductorens
Homo Traductorens
Serie: ESCENAS DE CIUDAD
Ciudad Escenario: Medellín, Colombia
En una estrecha oficina de profesor de universidad pública
se refugia un hombre que imaginás un poco Ícaro, un poco unicornio.
Es una especie rara, en vía de extinción más no de rendición.
Conocerlo es quererlo y quererlo es tenerlo en ese pedestal infranqueable
en el que sólo ubicamos aquellos seres humanos que nos deslumbran.
Me enseñó que traducir es hacerle el amor a las palabras
y que el que juega con el verbo ensalza el cuerpo.
Jamás se le oye hablar mal de nadie y de aquellos que tienen muchos
defectos y miserias, simplemente asegura que son seres en evolución.
Cuando me lo presentaron se me describió como poeta de emociones ajenas
y luego me explicó que el que traduce interpreta lo que la novia tímida no dice ya sea por pudor, por pobreza lexicográfica o por ser emocionalmente analfabeta.
De las viejas paredes de ladrillo de su oficina cuelgan frases célebres y pedazos de poemas en varios idiomas y estilos.
Te recita de memoria los poemas de Rimbaud y te hace estremecer con su voz cansada que suena a llamado de arcángel en perfecto francés.
Jamás ha salido del país pero te habla cinco idiomas con mejor acento y entonación que vos, que yo y que muchos hablantes nativos.
Su gran talento lingüístico lo hace parecer un diccionario de sinónimos con corazón.
Se ha dado el lujo de traducir desde panfletos incendiarios hasta novelas de temáticas diversas, pasando por aburridos ensayos filosóficos.
Si la universidad tuviese cuerpo sería el suyo porque su mente alberga tantos saberes como placeres y jamás se cansa de leer o de aprender.
Con él podés hablar de economía, de arte, de medicina y de los tres tabúes latinoamericanos: sexo, política y religión.
Es un firme convencido de que si las mujeres tienen un sexto sentido, los hombres tenemos un sexo sentido.
Cada domingo lo podés ver en Campos de Paz, hablándole a la tumba de su difunta esposa, recitándole a Neruda o explicándole a Goethe.
Tiene un hijo calavera, como tantos traductores, quien pese a rondar ya la trentena no se ha graduado de ninguna carrera y parece estudiante eterno.
Cuando abrieron el programa de traducción y le asignaron su cátedra de traductología pensábamos que le daría un infarto de tanta emoción contenida.
Era como si a un niño pobre le hubiesen comprado el juguete más caro.
Durante semanas enteras ensayó y preparó sus clases y a todos sus colegas nos preguntó: “creés que con esto los cautivaré o tendré que comprarme una guitarra?”.
Sus clases son una experiencia única, irrepetible y sus alumnos lo admiran y lo respetan como al abuelo sabio que quizás nunca tuvieron.
Es estricto y exigente, pero jamás hiriente.
A los aprendices de traductor como yo nos da lecciones de estilo, de redacción, de lógica gramatical, de manejo de clientes torpes y sobretodo, de vida.
Alguna vez me dijo que había matado ya al dragón y ahora me asustaba con el tigre.
En tono severo que se me antojó a la vez dulce me sermoneó: “mirá vos, escribiste novelas, cuentos y crónicas y ahora te dejás embestir por un simple texto?”
Dice que si la reencarnación existe y vuelve a nacer, escogerá ser traductor, porque Dios lo escogió a él para que le imprimiera a las palabras un toque celestial.
Podés catalogarlo de divino sin temor a blasfemar, porque su sapiencia, su sonrisa benévola y su inagotable deseo de ayudar a los demás son la prueba de que Dios existe.
Su amor por los animales te enternece y te vuelve cómplice de sus caprichos.
Tiene una mascota ajena que a la vez es pública porque no es de nadie.
Es una perra chandosa que desayuna de sus sobras y se echa a sus pies a hacer la siesta.
La mayor parte del año vive sucia y desaliñada, pero en diciembre él mismo la baña y la acicala para ponerle un vistoso moño rojo que simboliza la navidad y el amor.
Cuando le preguntás por qué no la adopta totalmente y se la lleva a vivir con él,
te responde que la quiere tanto que si la tuviera en casa perdería su objetividad y ya no podría regañarla por perseguir gatos y palomas.
Añade que en su casa sólo tiene espacio para el recuerdo de su gorda linda y para uno que otro libro que le refuerza la idea de que los seres humanos sí podemos ser inmortales.
A veces pienso que los traductores tenemos tanto amor para dar que lo volcamos en mascotas, plantas, amantes y hasta en alumnos desagradecidos.
Que se revuelquen los romanos en sus tumbas que hoy me deben estar condenando por este mal uso del latín, pero ante sus embestidas verbales de ultratumba solamente puedo refutarles, si existe un homo sapiens, por qué no un homo traductorens?
© 2008, Malcolm Peñaranda.
Camargo El Amargo
Camargo El Amargo
Serie: ESCENAS DE CIUDAD
Ciudad Escenario: Colón, Panamá
Despertar en cualquier ciudad latinoamericana tiene un toque común.
Es quizás el sabor de una gastronomía tan diversa como exquisita.
Tal vez el color de un cielo que usualmente es azul o policromático.
También puede ser el olor, ese olor a trópico que aún en la gélida Buenos Aires se transforma en un olor a río que parece mar y que se mezcla con el de edificios viejos.
Otra cosa es despertar en el infierno. Y es que Colón literalmente lo es.
No he conocido ciudad más desagradable en el continente americano.
Pensaba que haber estado en India, Bolivia, Nicaragua y Checoslovaquia habían acorazado mi olfato sensible contra olores insoportables.
Lejos estaba de imaginar que existía Colón, un total atentado a los sentidos.
Cuando transitás por el centro de esta ciudad te das cuenta que la suciedad no conoce límites. Existen aguas negras y verdes represadas por doquier.
La ciudad está llena de chinos cochinos y gente que come cualquier fruta y tira las cáscaras a la acera como si no les importara nada ni nadie.
Pero si te golpea el olfato desde el momento mismo que entrás a este puerto caótico, la vista no se queda atrás, pues no hay más que edificios viejos, medio demolidos, sucios y vandalizados donde supuestamente viven familias enteras.
Te encontrás con una zona franca que mueve millones de dólares que al parecer no alcanzan para hacer construcciones dignas que por lo menos no dé asco ver.
La piel te la golpean el calor excesivo y la humedad de una selva húmeda tropical que parece estar a miles de millas de la civilización, cuando sólo la separan
La corrupción es evidente en todo el abandono que hace que la ciudad parezca congelada en los inicios del siglo XX.
Todo lo anterior es el caldo de cultivo para Salvador Camargo, un político mediocre que más bien es politiquero y manipulador como el que más.
Mis anfitriones panameños despertaban cada día con su programa de radio, un supuesto espacio noticioso en el que el sujeto despotricaba de todo Colón, medio Panamá y le sobraba lengua para analizar los demás países latinoamericanos.
Como todos los politiqueros, tiene una solución para cada problema, por difícil que parezca. La palabra imposible no hace parte de su vocabulario.
Propone mil fórmulas para que la ampliación del canal de Panamá sea más rentable.
Sugiere construir un muro entre Colombia y Panamá como el de México o Israel.
Opina que los panameños deben contrarrestar la arrogancia de los costarricenses con misiones culturales que muestren la riqueza cultural de Panamá.
Piensa que Chávez le debería vender gasolina barata a su país y que el Queen Elizabeth II debería traer además de turistas, a la mismísima reina de Inglaterra.
Su discurso trasnochado es como una diarrea verbal en la que uno se pregunta si el tipo respira al hablar, si conectó antes el cerebro o si habrá desayunado alacranes.
Sus palabras denotan amargura por rivalidades políticas, celos profesionales y hasta violencia de género dado que a las mujeres las objetiviza cual galán de pueblo.
De vez en cuando hace referencia a los gringos y en su inglés chumeco cita una cantidad de documentos y leyes del congreso norteamericano que dice conocer.
Reitera que los gringos les devolvieron el canal pero no la soberanía y que el mundo entero los sigue viendo como el estado 51.
Les recuerda a sus oyentes por quién deben votar en las próximas elecciones, saluda a la comadre Evelia, le da consejos matrimoniales a un oyente y le habla del poder sanador de Jesucristo a otro.
Aquellas mañanas recordé un dicho muy popular y muy racista que tenemos en Colombia: “no hay nada más peligroso que un negro con plata”.
Me parece que se equivocaron, sí lo hay: un político con programa de radio.
© 2008, Malcolm Peñaranda.
El discreto encanto mendocino
El discreto encanto mendocino
Serie: ESCENAS DE CIUDAD
Ciudad Escenario: Mendoza, Argentina
Mendoza es una de esas ciudades a las que uno quiere volver.
Situada muy cerca del Aconcagua, huele a montaña y a vino.
Sus calles son limpias y agradables, invitan a caminarlas.
Algunas tienen cafecitos encantadores donde tomarse algo es una delicia.
Sus habitantes son increíblemente sencillos y te saludan con una sonrisa.
Te dan la bienvenida, te hablan de vino y de las tierras hermosas que rodean la ciudad sin ánimos de presumir o impresionarte.
Rápidamente te hacen olvidar la grosera bienvenida que te dan en la frontera andina entre Chile y Argentina.
Te perdonan incluso que no sepás mucho de vinos o de tango.
Sus mujeres tienen piel bronceada y curiosamente las llaman “morochas”, siendo como son, de tez blanca y facciones caucásicas.
Sus hombres no van caminando apuradamente para llegar a algún lado sino que flotan con pasos calmados y hasta se detienen para tomarte una foto o darte información de algún lugar.
No tiene el bullicio de las capitales y su tránsito es ordenado.
Sus parques son apacibles y sus árboles te refrescan en verano.
La ciudad entera se despliega ante tus ojos como mujer enamorada.
Te querés pellizcar para averiguar si en realidad estás en una ciudad tan apacible y acogedora.
Te olvidás por completo del tiempo cuando te sentás en un café que tiene decoración parisina, atmósfera italiana y aroma de té hindú.
Te rascás la cabeza preguntándote cuál será la real diferencia entre un croissant y una medialuna.
Te dejás llevar por una suave brisa que sólo te suelta cuando vos te das cuenta que no estás en la proa de un crucero y que levantar los brazos te haría ver como un clon desmejorado de Leonardo Di Caprio.
Querés perderte entre el barullo italianizado de la gente y encontrarte en la majestuosidad de los Andes.
Pasan un par de días luego de tu partida, y todavía no te sobreponés al tener que poner los pies en la tierra, más aún cuando tus alas están impregnadas de ese discreto encanto mendocino.