domingo, 20 de enero de 2008

MIS CUENTOS


EL LÁTIGO Y LA ROSA

Historia original de

Malcolm Peñaranda

Medellín, año 2004




La lluvia caía inclemente sobre aquella solitaria avenida del barrio El Poblado en una tarde de sábado cualquiera. Dicen que el sol marchita las rosas, más no la lluvia. Por el contrario, las fortalece. Tal parecía ser el caso de Natalia, una niña hermosa y refinada que parecía hacer parte del paisaje imponente de los modernos edificios de la milla de oro. En uno de ellos entró Natalia cerrando su sombrilla fucsia con flores, tan femenina como ella misma. Blusa corta, jeans descaderados y una chaqueta de tela índigo la hacían parecer una más de la gran cantidad de mujeres bonitas que cada sábado llegan en flamantes carros al centro comercial. Natalia sin embargo, tenía esa clase y ese glamour que ni las mejores escuelas de modelaje logran darle a las patéticas candidatas de los reinados de belleza. Sus labios perfectamente delineados y cubiertos de labial rosado y un discreto brillo. Daban ganas de morderlos. Quizás para saber si eran reales o solo parte de un comercial. Un pecho en realce que le daba un perfil de diva citadina. 36B, sin silicona. Un trasero firme y redondo que provocó una cierta humectación peneal en el humilde portero del edificio. Su sonrisa virginal contrastaba un poco con su caminado de vampiresa. Una mezcla deliciosa entre tímida y gomela. Tan lejana de las dos, empero.

Natalia no era el tipo de mujer que encajaba en los estereotipos. Tampoco en las frases hechas. Era simplemente, el tótem de las contradicciones. Fría y cálida. Inocente y experimentada. Tan pura y tan sucia. Entre semana, estudiaba en un colegio católico y ultra conservador que promulgaba entre sus alumnas las políticas arcaicas de Chastity International, una organización gringa que le lava el cerebro a miles de jovencitas para que, en la era del Sida, lleguen vírgenes al altar. Los fines de semana en cambio, se prostituía con hombres de la alta sociedad medellinense, ejecutivos de las grandes empresas. Los mismos que daban discursos a sus hijos sobre moral y buenas costumbres. Los mismos que compartían con sus padres las misas solemnes de las tradicionales iglesias de la ciudad.

No había lugar para los discursos sobre moral en una oficina lujosa que en tardes de sábado era escenario de las más bajas pasiones. Mucho menos para utilizar nombres reales o apellidos que pudieran comprometerlos. En aquel espacio gerencial tan solo eran Natalia y Juan. Un pervertido y una diosa. Una hija rebelde y un padre ejemplar. Un verdugo y su víctima. Un teléfono celular apagado para evitar cualquier interrupción. Una tarjeta roja con un código que indicaba que ya Juan había cumplido con su pago. Un portarretratos cubierto casual o intencionalmente con su corbata. Unos modales finos y estudiados, característicos de una chica pre-pago.

La conversación fue breve. Las típicas preguntas de información con respuestas que oían pero no escuchaban. La dulce sonrisa de ella obliteraba sus palabras. Juan era un hombre apuesto y sensual. Su conversación era interesante, sin embargo ahora ella parecía más interesada en sus dientes que en su verbo. Sus manos ansiosas abrieron uno a uno los botones de la camisa de él para descubrir un torso velludo y musculoso. Él hizo lo propio. Los senos de ella justificaban quedarse en la ruina por el simple placer de tocarlos. Su vientre plano retaba la más traviesa de las lenguas.

Juan la besó, acarició y mordió como si se tratase de esa cereza que hay que tragarse antes de llegar hasta el fondo de la copa. Se apartó por un momento y la invitó a acercarse hasta su escritorio. De un cajón sacó un látigo y una serie de elementos sadomasoquistas. Ella se asustó un poco. No obstante, fingió serenidad y dominio de sí misma. Era un cliente especial. Natalia sabía que la suma que él había pagado incluía “jugueticos”, palabra con la cual denominaban en el medio este tipo de prácticas. Juan cambió su traje formal por un atuendo negro de cuero que marcaba las formas de su cuerpo y dejaba sus glúteos especialmente descubiertos. Un par de esposas metálicas lo dejaron presa de una ventana con barras metálicas. Natalia tomó el látigo y empezó a golpearlo con suavidad. Luego con más fuerza. Él la instaba a aumentar la intensidad de sus golpes. Ella parecía empezar a disfrutarlo. Las huellas que empezaron a notarse en los muslos de él la hicieron contenerse un poco. Juan le pidió que lo insultara y le propinara sonoras cachetadas. Ella lo hizo como en una especie de trance que la apartaba de sí misma. Más tarde lo liberó de sus esposas. La erección de su miembro hacía notar su disfrute. Ella lo succionó con fuerza, como queriendo despedazarlo con sus labios. Juan la tomó con ímpetu del cabello y la empujó hacia su pelvis.

Natalia se entregó sin restricciones, conservando solo una regla de oro: nada de besos en la boca. Él la hizo suya con el desespero de aquel hombre cuya esposa sólo le deja poseerla una vez por semana. Ella fingió un par de orgasmos que generaron en él gestos de cliente satisfecho.

Papeles esparcidos por toda la alfombra, prendas íntimas enredadas en cualquier parte del mobiliario y un par de fluídos generosos quedaron como testigos de aquella pasión animal. Ella se despidió con un beso en la mejilla. Él la vio salir contoneándose y luego se quedó mirando una tarjeta con el nombre y teléfono de ella.

Ese fin de semana, Natalia pasó por la “agencia” para reclamar sus pagos. Un cheque al portador, un par de tarjetas con datos de los siguientes contactos y un paquete envuelto en papel globo la recibieron. Al abrirlo, una sonrisa de picardía se dibujó en su rostro. En una discreta caja encontró un látigo y una rosa roja con una escueta nota que decía: “una rosa para tu lado bello, un látigo para tu lado salvaje. Juan”.

La sonrisa no se borró de sus labios durante toda esa tarde. Aún cuando se reunió en el Parque Lleras con su novio y unas compañeras del colegio, todos le preguntaron intrigados por el motivo de su felicidad. Ella lo disimuló con una mentira piadosa. Su novio trató de contagiarse de esa sonrisa besándola con ternura. Ante sus ojos ella sólo era una niña hermosa, estudiosa y recatada con la que ni siquiera había intimado. Lejos estaba de imaginar el volcán que se ocultaba bajo su piel. Para los demás hombres, ella era el látigo que ataba y desataba sus más oscuras pasiones. Para él, la rosa que no se atrevía a tocar más allá de sus pétalos.




© 2004, Malcolm Peñaranda.

MIS CRÓNICAS

ENTRE EL CIELO Y EL SUELO – CAPÍTULO 1

Les contaré en exclusiva para la lista, otra de mis historias de viajes anecdóticos, y esta vez, no fue ni una pesadilla ni un sueño hermoso, sino que más bien, fue algo de ambos. Por eso el título. Y es que literalmente, estuve entre el cielo y el suelo. Y aunque hubo un romance virtual como eje de la historia, y dado que ocurrió en la ciudad de Seattle, la habría podido titular “Sleepless in Seattle” parodiando la famosa pelicula que protagonizó Tom Hanks, aunque en mi caso fue más bien “Hopeless in Seattle”, pero por respeto a mis co-listeros, preferí darle un título en español.

Este viaje empezó en la última semana de marzo de 1998, cuando fui escogido para dar un par de conferencias en el mayor congreso internacional de profesores de inglés. Por primera vez después de haber terminado la maestría, me escogían como plenarista y eso era un honor que costaba. Más aún, sabiendo que allí estarían mis ex-profesores, compañeros, colegas, amigos y hasta críticos. Daba susto por tanta responsabilidad, pero al mismo tiempo, me llenaba de orgullo porque lo había conseguido por mis méritos y era la primera vez que pagaba el viaje de mi bolsillo, sin tener que depender de los limitados viáticos de la universidad.

El vuelo Medellín-Miami fue suave y placentero. En ese tiempo existía una aerolínea que por precio de cabina nos daba servicio de primera clase, porque veía a los pasajeros como personas y no como clientes. Al ver el tiquete aéreo, me asombré un poco de mi ruta: Medellín-Miami-Charlotte- Seattle-Pittsburgh-Washington DC–Miami- Medellín. Debería atravesar las tres Américas para llegar a mi destino y regresar a casa. Doce horas de vuelo hasta Seattle! Era como ir a Europa, aunque no tan directo. Me alegré entonces de haber decidido parar un día en Miami, donde estaba invitado por mis amigos floridianos a una fiesta salvaje. Pensé entonces en lo duro que había tenido que trabajar los meses anteriores, enseñando un curso de metodología y currículo a unos profesores de una ciudad en medio de la selva y cercana al Océano Atlántico. Miis pensamientos fueros interrumpidos por la llegada de mi compañera de vuelo. El avión tenía configurada toda la cabina con solo dos asientos a cada lado por fila, como si fuera todo de primera clase. A mi lado se sentó una típica mujer TTT: tonta, tetona y trepadora. Tenía más tetas que cerebro y a leguas se notaba que era la típica amante del vivo del pueblo, el consabido “comerciante” que emigraba a Miami para convertirse en el playboy de las películas, sus películas, fantasías mentales en las que Tom Cruise se le quedaba en palotes. La charla de la susodicha era tan fatua que me sentí como reportero de una revista del corazón: “mi papi me compró esto el año pasado”; “lo primero que voy a hacer en Miami es comprarme mucha ropa interior en Victoria’s Secret”; “ojalá que me encuentre con los Stefan!”. Por la ventanilla del avión veía que apenas pasábamos por Jamaica y todavía me faltaba una hora más de cháchara con esa cabezahueca…

ENTRE EL CIELO Y EL SUELO – CAPÍTULO 2

Pensé entonces si valdría la pena darle la misma cátedra que les había dado a mis estudiantes del curso de metodología y currículo: “el orígen del hombre como concepto filosófico”. Para hacerlo había tenido que estudiar, leer y re-leer a Descartes y buscar mil y un métodos para hacerlo comprensible para aquellos profesores de primer grado del escalafón. Empero, me tomó más tiempo del que había planeado y sobretodo, lograr que entendieran su vinculación con la filosofía de la educación moderna. Pero no, a esa mujer no le iba a interesar semejante tema. Tenía que encontrar una forma de callarla! Y no podía ser con un pedazo de “carne”. Bingo! Tal vez si le explicaba el Edipo mal resuelto de su amante, ella entendería porque él siempre quería que se pusiera unas prótesis más grandes en sus ya abultadas pechugas. El servicio a bordo me salvó de entrar en semejante explicación freudiana.

Más tarde, al sobrevolar Cuba, me hizo la segunda pregunta más estúpida que me han hecho en la vida “estás seguro de que Cuba es una isla?” Me argumentó que llevábamos más de 20 minutos sobrevolándola y no acabábamos de pasarla. Entre desesperado y cansado, le contesté que había estado en Cuba dos veces y por ninguno de sus extremos se conectaba con el continente. Finalmente empezamos a ver los cayos y poco después el enorme Airbus 320 aterrizó bruscamente en el aeropuerto de Miami. Respiré aliviado. La capital del sol no solamente me representaba descansar un poco y volver a disfrutar de la charla de mujeres inteligentes, sino asistir a esa fiesta salvaje sorpresa que ya me intrigaba.

En la fila de inmigración, la rubia tetona me extendió un papelito con su número telefónico para que fuese a visitarla donde su “papi” (Sugar Daddy), un amante de medio pelo que imaginé tan ordinario como ella. Al salir de las filas de inmigración y de la aduana, encontré a mis amigos esperándome con un gracioso cartel que leía “welcome to sex paradise”. No me ruboricé como ellos esperaban, por el contrario, sonreí porque los demás colombianos del vuelo me miraban escandalizados.

Confirmé mi conexión del día siguiente. me deshice de mi equipaje en el guarda-equipajes del concourse H y me acomodé en el jeep que ellos llevaron para recogerme. Nos dirigimos directamente a South Beach. El aire caliente en mi cara me recordó emociones pasajeras. Al llegar al famoso Ocean Drive, nos ubicamos en uno de los restaurantes de moda y bebimos cerveza y “mojito cubano” hasta que el sol del ocaso nos recordó que era muy temprano para emborracharnos. Antes de las siete, llegó el mensajero que esperábamos. Llevaba unas pequeñas bolsas de terciopelo, similares a las de ciertas joyas. Eramos cinco amigos, dos de ellos casados, que eran la única pareja del grupo. Las bolsas de ellos eran de color rojo. La mía y las de mis dos amigos solteros, eran de color sepia. Nos miramos entre emocionados y desconcertados. Al abrirlas encontramos una tarjeta de invitación para una fiesta de swingers y una tarjeta de acrílico en la que se leía claramente la frase “RESTRICTED VOYEUR”. Yo sabía claramente lo que significaba: “ver y no tocar se llama respetar”, como decía mi tía solterona cuando de niño me llevaba a algún museo o caja ajena. Total, ver también era disfrutar. El mensajero nos indicó que estuviésemos a las nueve en punto en el muelle del downtown, justo detrás del Hard Rock Café. Justo donde atracaban los catamaranes turísticos del estúpido tour de las estrellas. Tendríamos tiempo para cenar y relajarnos un poco antes de la gran aventura. Una fiesta swinger! Y con lo más selecto de la capital del sol. Qué pensarían mis amigos de Medellín, una ciudad donde el Opus Dei había combatido encarnizadamente la posibilidad remota de abrir bares swinger, si supieran a la fiestecita a la que iba a asistir? Daban ganas de llamarlos para contarles…

ENTRE EL CIELO Y EL SUELO – CAPÍTULO 3

Fuimos a cenar a un lugar muy acogedor en Coconut Grove, propiedad de unos argentinos “re-copados”, como dirían en Buenos Aires. Todos hablaban perfecto inglés, así que no tuve que hacerle a nadie de intérprete. La comida era deliciosa, pero si me preguntan a mí o a cualquiera de mis cuatro amigos qué fue lo que cenamos, no podríamos contestar. Nuestras mentes no estaban allí. Todos estábamos abstraídos en la fiesta swinger. Los dos esposos, con sus tarjetas rojas que leían “FULL SWINGER”, frase que quizás envidiábamos los tres solteros que nos sentíamos tan discriminados en la que adivinábamos sería una orgía piramidal: arriba los faraones, abajo los esclavos. Merde! (suena mejor en francés). Qué frustración. Y si nos casábamos con alguien antes de las nueve? Nos darían un “upgrade” de status?

Los minutos pasaron, pero nuestra ansiedad no. Llegamos muy puntualitos al muelle y allí estaba el catamarán con el santo y seña que nos habían dado. Un tipo con traje muy elegante (en Colombia le decimos “smoking”, pero en inglés americano se llama “tuxedo”, no se cómo le llamarán ustedes) nos esperaba en el acceso acordonado, con una copa de champaña. Nos escoltó hasta la entrada misma del bote y se portó más que amable. Nos sentíamos como celebridades. Adentro, el catamarán parecía más un yate de millonario de Mónaco. A estribor había un vestier donde nos hicieron cambiar de ropa. Lo único que nos dieron para cambiarnos fue una toga blanca y unos lazos (cordones) rojos y sepias. Al salir nos miramos con caras divertidas. Parecíamos protagonistas de cualquiera de las versiones fílmicas de “Calígula”. Aunque a mí me hizo recordar una noche en una discoteca de Ibiza (España), donde todos los clientes teníamos que usar togas parecidas.

Un par de minutos después llegaron otros asistentes, un grupo más numeroso. A ellos les dieron lazos rojos y azules. Nos preguntábamos qué diablos significaría el lazo azul. Cuando ellos terminaron de cambiarse, el barco se empezó a mover y solo entonces recordé que no me gustaba navegar de noche. Pero ese pequeño temor se diluía con la intriga de saber qué significaría aquel lazo azul. El viaje fue corto y suave. Pocos minutos después llegamos a una de las islas conectadas al resto de la ciudad por puentes y canales. La casa en cuyo muelle privado se acomodó el catamarán sólo tenía acceso por el mar y los canales. Parecía no tener puerta frontal. La puerta que daba al muelle era un semi-portal griego al que se accedía por unas escalas muy blancas cubiertas de un techo hecho con un parasol de plástico. Una pareja de apariencia asiática nos saludó a todos y cada uno de los participantes con un sonoro beso en la mejilla, como si fuésemos italianos. Entramos en la casa que más parecía una mansión. En el interior encontramos gente de todos los tamaños, tonos de piel y procedencias étnicas. La mayoría eran parejas, tanto heterosexuales como homosexuales, pero también había mujeres y hombres solos. El anfitrión salió a saludarnos completamente desnudo y con una vigorosa erección. Nos miramos un tanto asombrados como preguntándonos “y a este cómo lo saludamos? Con el clásico apretón de manos o apretando su “quinta extremidad”?

ENTRE EL CIELO Y EL SUELO – CAPÍTULO 4

No tuvimos que decidir. Antonio, más conocido como “Horny Tony”, italiano residente en Miami, nos besó en la mejilla y acto seguido nos mordisqueó el lóbulo de la oreja izquierda al tiempo que nos susurraba “this is a warm swingers’ welcome”, como para que no fuésemos a protestar o hacer repulsa. Nos hizo servir un coctel azuloso que según él, contenía “Atinka”, un poderosísimo vigorizante sudamericano. Y vaya que lo conocía yo. Si en Colombia lo utilizaban para potenciar los caballos en época de apareamiento y para “calentar” mujeres indecisas en fiestas universitarias. Era el Viagra del siglo XX, aunque nunca supe si su orígen era de una planta o de un químico. Mis amigos gringos bebieron con duda, imaginando que los estaban drogando. Yo les aclaré que no tenía efectos narcóticos conocidos, solo una cachondez imparable. Luego nos aclararon las reglas de la fiesta y nos descifraron el misterio de los lazos azules y morados, que hasta entonces no habíamos notado. Los azules eran para UNRESTRICTED VOYEURS y los morados para miembros fundadores del club, aquellos que tenían los mayores privilegios. Y lo mejor de todo: podíamos ascender de sepia a azul solo por compartir un talento o saber específico!

“Sabemos que tienes varios, Malcolm”, me dijo Tony en un inglés incipiente. Pensaba que nuestra asistencia era incógnita o por lo menos que nadie sabría nuestros nombres. De inmediato todos los asistentes me saludaron como si estuviera en una reunión de AA. “Y ustedes, Jeff y Danny?”, le preguntó a mis compañeros solteros. “Pues yo soy médico”, se apresuró a contestar Danny. “Ginecólogo?”, preguntaron algunas mujeres entusiasmadas. “No, dermatólogo”, contestó él un tanto desinflado. “Yo soy arquitecto, pero sé hacer masajes eróticos”, contestó Jeff. El murmullo y las risillas de la audiencia le dieron su aprobación. Jeffrey y yo fuimos conducidos hasta el centro de la enorme sala. Calculo que había entre 100 y 200 swingers. Y oh sorpresa! Entre ellos el arzobispo de Bogotá, tres miembros del poderosisimo grupo empresarial Sindicato Antioqueño, el más grande de mi ciudad. A todos los había visto en los medios, pero a ninguno en persona. Me molestó un poco ver allí al obispo, pues era el supuesto adalid de la moral en la sociedad colombiana. Vaya pedazo de hipócrita. Y pensar que semanas antes había salido en los medios hablando en contra del aborto, la promiscuidad sexual y el movimiento “chastity international”. No obstante, allí estaba muy sonriente agarrando la mano de su novio cubano. En su marcado Spanglish le traducía al arzobispo todo lo que hablábamos.

Recuperándome de mi sorpresa les pregunté qué era lo que querían que les compartiera. “Tus conocimientos de sexualidad oriental, sobre todo los de inyaculación”, contestó uno de los que tenían cordón morado. Y quién les había contado eso? Nunca lo supe. Accedí a hacerlo porque el cordón azul me llamaba a gritos. Aunque ni remotamente imaginé que me tocaría ejercer de profesor en una fiesta swinger. Luego de socializar un poco nos condujeron a unas habitaciones a las que nos seguían grupos de parejas. Parecía un congreso profesional. Cada habitación tenía un cartel elaborado con cartulina y marcador. El de la puerta que transpasé leía “KNOW-HOW”. No todos los asistentes a la fiesta entraron allí, solo las parejas heterosexuales. Durante más de una hora les expliqué lo que recordaba y les enseñé algunas técnicas para propiciar sexualidad tántrica. Eran decentes y respetuosos, incluso para hacer las preguntas. Nada tímidos, pero tampoco guachafos. Al quitarse las togas, lo hacían despacio, como queriendo mostrarme sus cuerpos. No había una sola pareja de feos, ni siquiera gente con cuerpos con sobrepeso. O ejercitaban mucho o tenían muy buen cirujano. Pasado el tiempo, y cuando se encontraban más entusiasmados con el taller, sonó una campana metálica que retumbaba por toda la casa. “Hora de los iniciados”, gritaba Tony desde la sala. A uno de los empresarios que identifiqué y a su esposa, al igual que a Jeff y a mí, nos llevaron a otros espacios de la casa, más amplios que las habitaciones. A mí me tocó en un semi-sótano contiguo a la cocina, pero no pude adivinar a qué espacio de una casa normal correspondería. Una vez entraron todos mis “iniciadores”, me arrancaron la toga y me acostaron en una mesa rectangular en la que me ataron y me vendaron. Uno por uno de los asistentes me empezaron a rondar y me susurraron cosas excitantes en varios idiomas. Luego me tocaban, exploraban, pellizcaban, lamían, besaban y mordían. Todo sucedía tan rápido que no alcanzaba a determinar si eran labios masculinos o femeninos. Delicioso misterio que erotizaba mi piel al extremo. Mi cuerpo se volvió un volcán incontrolable y no sé si decirles si tuve una experiencia sexual grupal o la tuvieron conmigo. No fui violado pero sí aprovechado. No obligué a nadie ni me obligaron. Me volví el “plat du jour” y agradecía no ser un “bocato de cardinale” con arzobispo a bordo. No hubo penetración ni riesgos de ninguna naturaleza. La erupción volcánica quedó evidenciada en un condón que no supe en qué momento me pusieron. “Iniciado”, qué agradable y fascinante sonaba entonces aquella palabra. Al igual que me habían desvestido, me vistieron, me limpiaron y me quitaron la venda de los ojos. De mi cintura colgaba ya el cordón azul. Carpe Diem. Me sentía como un muchacho de pueblo graduándose de la secundaria. Como ascendiendo de mensajero a gerente.

Seguidamente, me llevaron a hacer el tour por las habitaciones donde ya todos estaban dedicados a lo suyo. Tenían luz tenue y un burladero acordonado en el que ubicaban los mirones de cordón sepia. Algunos cuartos tenían letreros muy particulares: “S&M” (sadomasoquistas), “QUEER AND WEIRD” (homosexuales con tendencias raras), “FUCK MY WIFE” (para aquellos que compartían a sus esposas), “THE FARM” (donde había animales) y “THE DARK ROOM” (un cuarto oscuro donde pasaba lo mejor, como en las discotecas de Ibiza). Había más de diez cuartos, pero los otros eran más comunes y mundanos, con strippers, jugueticos y toda clase de diversiones que igual se podían encontrar en los sitios de Collins Avenue o en Homestead. En el de “BI-CURIOUS” (curiosidad por la bisexualidad) encontré a dos de los poderosos empresarios, y los saludé por su nombre de pila, tan solo para disfrutar la expresión de terror en sus rostros. No los conocía, pero les hice creer con aquel saludo que era algun conocido del pasado. Vini, vidi, vinci. Gocé y curioseé varios ambientes. No había soportado durante tres horas la charla hueca de una TTT para ir allí de mirón pasivo. Amanecía en Miami cuando volvimos al muelle, extasiados, algo ebrios y descremados.

Fuimos al apartamento de Jack y Kate sólo para bañarnos y desayunar. Ninguno de nosotros quería dormir. Yo en especial, no podía hacerlo porque mi vuelo salía a las once. Tratamos de procesar todas aquellas experiencias a través de una charla abierta y amigable. Nos conocíamos de varios años atrás, pero solo aquella noche nos habíamos conocido real y plenamente. Llegamos al aeropuerto apenas minutos antes de cerrar el vuelo. Afortunadamente era un vuelo nacional y todavía no había ocurrido lo del 9-11. Abordé un incómodo Boeing 737 de US Airways que me llevó a Charlotte, una ciudad pequeña de las Carolinas, creo que North Carolina, que le servía de “hub” a la aerolínea. Allí debía esperar tres horas para abordar luego otro avión a Seattle. Nueve horas de viaje en total, incluyendo las tres horas de escala. Camino a Charlotte, recordé cada minuto de aquella noche y tenía una sonrisa de satisfacción tan grande en el rostro que no me la habría borrado nadie ni aunque me hubiese hecho engullir todo un frasco de picante mexicano…

ENTRE EL CIELO Y EL SUELO – CAPÍTULO 5

Al llegar a Charlotte estaba decidido a no pasar tres largas horas en el aeropuerto, así que me monté en una van que iba para la ciudad y como el tiquete de ida y vuelta era barato, me quedé a almorzar e hice un pequeño city tour. Lo curioso era que el aeropuerto parecía más grande que la ciudad. Poco qué ver, poco qué hacer. Me entretuve en una librería y volví luego al aeropuerto para reanudar mi viaje a Seattle. Otro incómodo Boeing 737 de US Airways y esta vez me tocó justo en la horrible silla de la mitad. Más de cinco horas de vuelo en semejante incomodidad! A mi lado, en la ventana, una intelectualoide que hablaba poco. En la silla del pasillo, una gorda enorme que haría difícil la salida al baño si llegaba a necesitarlo. Quería pensar que en aquel sandwich humano sería yo la carne, o por lo menos, el queso. El avión estaba lleno porque aquel congreso de profesores coincidía siempre con el Spring Break, una semana de vacaciones para universidades y colegios en Estados Unidos. En el avión identifiqué a algunos colegas que iban para el mismo congreso. Pero ninguno estaba cerca a mi silla.

Sentía cierta emoción por viajar por primera vez al estado de Washington, el estado número 47 de la unión que iba a conocer ese día. Desde el aire se veían los lagos y montañas del estado, al igual que sus bellos paisajes, poco antes de aterrizar. Hablé poco con mis compañeras de silla. Aproveché para dormir un poco y descansar. Llegamos al atardecer, y aunque en Miami y toda la costa este ya era de noche, allí solo iban a ser las seis de la tarde, por las tres horas de diferencia horaria. En el aeropuerto nos estaba esperando un bus de los organizadores del congreso, el cual nos distrubuyó a cada uno de los hoteles. Seattle resultó ser una ciudad bellísima y apacible. Parecía más una ciudad canadiense que estadounidense. Lo único malo que tenía era que nunca cesaba de llover o por lo menos, lloviznar. Sede de Boeing y Microsoft, no parecía tan grande al recorrer sus calles. Era como una deliciosa combinación de pueblo y ciudad. Esa noche recibí la llamada de mi amante virtual diciéndome que llegaría a Seattle la noche siguiente. Nos habíamos conocido en internet e intercambiado correos durante un par de meses. Aquel viaje era la primera oportunidad para vernos en persona. Llenaría yo sus expectativas? Sería verdadero amor lo que sentíamos? Podría uno enamorarse en realidad de alguien que no había visto nunca? Las preguntas rondaron mi cabeza hasta que me dormí.

El día siguiente fue más que difícil. Para empezar, me tocaba a mí la segunda plenaria del congreso. Era mi primera vez ante semejante responsabilidad. El auditorio era enorme, no se de qué capacidad exacta, pero me habían dicho que eramos más de cuatro mil profesores asistiendo. Los que no cupieran en el auditorio, verían las plenarias por un circuito cerrado de televisión. En la primera fila reconocí a mis ex-profesores y algunos de los lingüistas más famosos como Brown, Nunan y Richards. Me invadía cierto susto. Pero no podía perder la calma porque no solamente quedaría mal yo, sino también mi país, mi área de trabajo y la UCLA, universidad que me había graduado. El tema cautivaba la atención de los asistentes por estar relacionado con el CALL (Computer Assisted Language Learning), ó ALAO, como le dicen nuestros colegas españoles. Decidí mirar con un rango visual amplio sin enfocarme en nadie para calmar los nervios. El truco funcionó. Y la cosa iba bien hasta que terminé de exponer mi teoría y argumentos, para dar paso a las preguntas de la audiencia. Las preguntas de los asistentes fueron manejables, incluso las de los top-notch de la lingüística mundial. Casi tomándome por sorpresa, empezaron a llegar preguntas de universidades de otros estados, así como las de Inglaterra, Australia y Hong Kong, que estaban conectadas al evento vía internet en tiempo real. Nadie me lo había advertido, pero siendo el año del boom del internet en la educación, debía haberlo esperado. Me bombardearon con preguntas y apenas me daba a basto para responderlas. Cuando todo terminó mi camisa estaba tan empapada de sudor que hasta había traspasado a la corbata. Prueba superada. La gloria académica! El cielo al que costaba tanto llegar. Ahora podría aspirar al doctorado.

En la noche, escapé del coctel y llegué al aeropuerto antes de la hora acordada. Me había cambiado por lo menos tres veces y estaba casi tan nervioso como en la plenaria por el encuentro con mi amante virtual. Los altavoces del aeropuerto finalmente anunciaron la llegada del vuelo de United Airlines procedente de Chicago…


ENTRE EL CIELO Y EL SUELO – CAPÍTULO 6

Decenas de pasajeros bajaron de aquel avión. Calculé que debía traer entre cien y doscientos. Pasaban y pasaban junto a mí y mi angustia aumentaba. Escruté hasta los últimos pasajeros que salieron y no había llegado. Confirmé una y otra vez la información que me había dado en la última llamada. Los datos coincidían pero mi amante virtual nunca llegó. Sentí una profunda sensación de vacío. Me invadió un sentimiento de frustración total. Por qué me había hecho eso? Qué había hecho yo para merecer semejante desplante? “Te lo dije, tonto. No podés confiar en romances virtuales! La gente miente de frente, mucho más en un computador!”, me repetí una y otra vez aquel análisis racional que me habría salvado antes de hacer semejante papelón. Quería llorar pero no podía hacerlo. Tenía tanta rabia y no podía expresarla! Me sentí tan solo en aquel aeropuerto lleno de gente. Pero no podía derrumbarme en público. No en aquel momento. Si había sobrevivido la tensión de la conferencia, tenía que sobrevivir aquello. De buenas en el juego, de malas en el amor. Aquella frase tan trillada se me volvía de pronto tan veraz. Esa misma tarde había tocado el cielo. Ahora tocaba el suelo y con un golpe tan estruendoso. Y mientras lo pensaba, empezó a retumbar en mi mente aquella canción del supergrupo español Alaska y Dinarama que todavía se escuchaba en algunas emisoras colombianas:

No es el final

Cuando quieras encontrarme no estaré
Haces siempre lo que quieres y ya ves
Tantos recuerdos duelen más
Que hay que olvidar
Pero óyeme bien
Llorar por ti no es el final
Y estar solo por ahora
No está mal
¿Pero a quién voy a engañar?
Ya el amor no me interesa
Sólo te aleja
Lo que digo y lo que pienso no es igual
Porque todos mis amores salen mal
Y estar solo por ahora
No está mal
¿Pero a quién voy a engañar?
Ya el amor no me interesa
Sólo te aleja

El aeropuerto empezó a quedar solo nuevamente. El próximo vuelo que anunciaban llegaba del Japón y faltaba más de una hora para su arribo. Tomé un taxi y regresé a Seattle para olvidarme de todo aquello. Al volver al hotel, llamé varias veces a mi amante virtual, pero solo encontré su voz en la fría contestadora. Dejé mensajes y esperé una llamada que nunca me devolvió. Creía que por lo menos merecía una explicación. Todavía hoy la espero.

El día siguiente, me concentré en mi trabajo y aunque tuve que presentar un taller en el electronic village, que fue bastante duro porque todos los asistentes acudían por la metodología de carrusel, pues era algo práctico. Cada diez o quince minutos tenía una audiencia nueva y era agotador. Pero ya no sentía el cansancio. Tampoco podía sentir stress ni mucho menos angustia. Ya todo me resbalaba. En la noche fui con unos colegas a un restaurante espectacular y a unos bares que decían eran los mejores de la ciudad. La cerveza no ahogaba mi pena, pero por lo menos la espantaba un rato. El último día en Seattle, como el evento acabó temprano, me fui a recorrer el centro y encontré una librería fascinante donde tenían todos los libros de mis autores favoritos. También estuve en el Space Needle, símbolo de la ciudad y considerado su lugar más romántico. Pero no estaba yo para romances ni nada que se le pareciera.

El día siguiente abandoné la ciudad con rumbo a Washington, DC, la capital del país, donde me quedaría en casa de mi mejor amigo y podría incluso ver a otros amigos que vivían muy cerca y hasta a mi hermano, que por esos días estaba trabajando en New York y había prometido visitarme. El vuelo tenía una escala en Pittsburgh y había que cambiar de avión. Afortunadamente, en ambos trayectos volé en un Boeing 757, que era mucho más cómodo que el 737. El vuelo hasta Pittsburgh fue largo pero placentero. Al llegar allí sin embargo, empezó a caer mucha nieve. Era una tormenta de nieve, pero aún así, el aeropuerto no cerró. Ya me habían tocado algunas cuando vivía en Estados Unidos, pero ninguna como aquella. Una hora después la tormenta no había cesado del todo y yo tenía que abordar el vuelo a Washington, DC. Sentí un poco de miedo, lo admito. Pero ese miedo se convirtió en terror cuando una vez dentro del avión me tocó en suerte un asiento de ventanilla, justo sobre una de las alas. Desde allí pude ver cómo la nieve se convertía en bloques de hielo que los carritos de servicio descongelaban con un líquido descongelante. No acaba de irse el carrito cuando la nieve volvía a caer. Con todo y eso, el avión prendió motores y desde adentro de las turbinas, la nieve brotaba como de un ventilador.

ENTRE EL CIELO Y EL SUELO – CAPÍTULO 7

Finalmente despegamos. Mis compañeros de silla y yo nos mirábamos incrédulos. Quizás para el piloto era una hazaña diaria en invierno, pero para nosotros era todo un acto heroíco. Llegue al aeropuerto doméstico de Washington, DC y allí me esperaba mi mejor amigo. Pasé tres días en esa ciudad en la que solo había estado una vez y de la cual no tenía muchos recuerdos. Hice de turista y traté de divertirme para olvidarme de lo sucedido. Los días pasaron rápidamente y el día antes de iniciar mi regreso hacia Colombia, apareció mi hermano mayor y hasta llegamos a burlarnos de mi tragedia en Seattle. Había que sublimar el dolor de alguna manera. El viaje de regreso también tuvo escala en Charlotte para llegar a Miami. Por fortuna, el vuelo de Washington, DC llegó dos horas antes de salida del vuelo a Medellín, el tiempo justo requerido para la conexión. Extrañamente, al abordar el avión empecé a sentirme en casa. Esta vez no había rubia tetona. En su lugar, un señor bastante mayor, padre de inmigrantes “wetback” que no hacía más que contarme de las proezas de sus hijos para sobrevivir y coronar el “sueño americano”. Llevaba en su regazo una bolsa con lociones y toiletries para sus amigos jubilados y me mostraba con orgullo las fotos posudas de sus vacaciones en Florida. Me enterneció su actitud. Su camiseta estampada con el slogan “Key West is a lovers’ paradise” me hizo recordar que allí, volando entre Cartagena y Medellín a 17.000 pies de altura, seguíamos estando entre el cielo y el suelo.

Fin del flashback.

© 2005, Malcolm Peñaranda.

MIS ARTÍCULOS

De escritores y escribidores

Malcolm Peñaranda

Cuando se dedica uno al oficio de escribir, ya sea por inspiración, por devoción, por dinero, por ansiedad, por despecho, por desahogo o por simples ganas de comunicar algo que tenés muy adentro y querés compartir, cae uno de bruces en esa delgada línea que separa al escritor del escribidor.

El escritor es recursivo, original, almado y a la vez desalmado, tortuosamente solitario pero increíblemente social, manipulador de palabras y emociones, escultor de ilusiones y hay quienes dicen que poseído. Poseído por sus demonios, por sus musas, por sus alucinaciones y por sus más intimos miedos. Miedos con los que convive y a los que enfrenta en el papel, en el teclado, en el asesino ruido mercantil de una impresora. Molinos de un Quijote cuya armadura está oxidada por las lágrimas y cuyo escudero es un duende juguetón que secuestra constantemente a su damisela llamada Inspiración.

El escribidor en cambio, es un prisionero de las palabras. Un asesino a sueldo que les dispara cada día para comprobar con horror que las muy astutas eluden sus balas con más rapidez que el protagonista de The Matrix. El escribidor no tiene corazón ni alma. Se los vendió a un diablo llamado editor que lo atormenta todos los días recordándole que los plazos se cumplen o los cheques dejan de llegar. Es un pelele que ya no tiene relación sentimental estable, le quedan pocos amigos y no alcanza a dilucidar si la última vez que tuvo sexo fue con alguien de carne y hueso o con uno de sus personajes. Escribe por encargo y pasa las noches de largo. No puede comer sopa de letras porque se siente amenazado de muerte. El café es su droga favorita y poesía ya no recita. Sonríe cuando mata a sus personajes cual dueño de funeraria de pueblo cuando se entera de un deceso.

En medio de los dos y por culpa de los dos, encontramos al profesor de literatura que lucha por enseñar análisis literario y se empelicula con unas historias que le resultan embriagadoras, sin importar que sus alumnos las encuentren adormecedoras. No intenta enseñarles a escribir porque sabe que nadie puede hacerlo, ni siquiera un compañero de celda con ínfulas de mandamás de la prisión. Ha leído tanto que cuando escribe, no sabe ya si son sus palabras o las de Shakespeare, Baudelaire, Leavitt, Steinbeck, Borges, Faulkner ó incluso las de su vecina que escribe con pésima ortografía y adjetiva con desfachatez.

Ahora que lo pienso, he estado en los zapatos de los tres y todavía me pregunto si soy escritor, escribidor o un simple profesor que tiene la osadía de escribir para ensayar aquello de acostarse en la cama del otro a ver si todavía está calientica, Lo peor es que está tan putamente fría que acabo de olvidar si me acosté en la cama de un muerto, si clasifico para escritor o soy simplemente un escribidor que soñó con ser un escitor que desdeñaba aquel escribidor. Y vos, qué sos?




© 2007, Malcolm Peñaranda.

MIS "POEMAS"

Proyecto de amante, tontería incesante

Proyecto de amante, tontería incesante

Tu temblor inquietante, mi mirada avasallante

Ese, tu vientre matapasiones

Empero en mi despertó emociones

Alejé de vos mi ideal de perfección

Y quizás por eso te me volviste una obsesión.

Habría renunciado a todos mis principios,

Claudicado a todos mis caprichos.

Pero a vos no te importó

Y tu indiferencia mis alas congeló.

Intenté estrujarte con mi mirada

En tus oídos depositar mi angustia aumentada

Caminé entre tus evasivas

Y sorteé tus excusas tan destructivas

Grité para sacudirte,

En el océano de mi deseo sumergirte

Pero tu muralla ahogó mis gritos,

Mis pataletas y mis sutiles toquecitos.

Hoy me río de mi estupidez,

De mi tontería, de cada sandez

Pero aquella tarde te proyecté

Como amante en un mundo aparte que idealicé.

Presente perfecto, futuro incierto

Dos cuerpos perdidos en el mismo desierto.

Vos en mí, yo en vos, con vos o sin vos

Cuando ya solo me quedaba un hilo de voz

Volví entonces a posarme en mi sensatez

Para decirme: "tonto, despertá de una buena vez!"

Proyecto de amante, tontería incesante

Pasaste por mi vida de manera delirante.

Escrito por: Malcom Peñaranda

© 2007, Malcolm Peñaranda.

MIS ESCENAS DE CIUDAD

Mujeres en tránsito

Serie: ESCENAS DE CIUDAD

Ciudad Escenario: Medellín, Colombia

Primera Escena

Aleida es una costeña de racamandaca.

Liberal y liberada, aprendió desde niña a ignorar chismes y rumores.

A sus cuarenta y tantos conserva un cuerpo que cualquier adolescente sueña.

Se maquilla acentuando su nariz y sus pómulos y su labial es de tonos rojos, rosas o violetas, lo que resalta su personalidad apasionada.

Camina con contoneo de mujer coqueta y siempre culiparada.

Habla con voz pausada y oblitera su acento con expresiones muy paisas.

De su exmarido le quedó su posición social y el recuerdo de un gélido desempeño sexual que nunca equiparó su naturaleza volcánica.

Ahora busca hombres apasionados, preferiblemente divorciados y maduros.

Cayó en las garras de Felipe, un adolescente de 47 años, típico depredador sexual que vive su segunda adolescencia brincando de cama en cama y de década en década.

Él le propuso que fueran una pareja abierta y ella aceptó con la ilusión de enamorarlo con sus encantos y hacerlo cambiar de opinión.

Ella en el fondo sabía que él nunca iba a renunciar a su harén ni a sus ansias de reafirmar aquello de que “entre más canas, más ganas”.

Él se la gozó y agregó algunos capítulos a su diario de Casanova. Ella se empezó a enamorar y se alejó para no terminar siendo otro pedazo de carne.

Ahora la podés ver en los casinos o en las más exclusivas boutiques de los centros comerciales, en tránsito hacia un hombre maduro y serio que quizás sólo exista en su utopía de mujer ardiente.

Segunda Escena

Cristina es la típica mujer escurridora que te divierte con su cinismo y desfachatez.

Tiene un principio de realidad tan fuerte que te quedás preguntándote si es una armadura o simplemente un signo de una personalidad realista y equilibrada.

Siempre tuvo claro que entre soltera y solterona había muchos hombres de diferencia.

Por eso guardó debajo de la cama la decencia y se empezó a poner minifaldas a los catorce para irse a bailar y brinconear en las chiquitecas de su barrio.

Habla de su primera vez como si fuera un muchacho que presume de ello y saborea cada palabra cuando nos dice medio murmurando: “y me hizo venir!”.

Cambió al hombre de sus sueños por el barrigón de sus pesadillas.

Hoy le apuesta a que su esposo se aburra de sus costosos antojos o de sus infidelidades.

Mala suerte. El tipo está más encoñado que soldado de sirvienta tetona.

Ella no lo quiere pero lo disfruta y lo escurre, literalmente, porque dice que su gordo no solamente le encontró el punto G sino que ya hasta le exploró el paralelo Z.

Empero, Cristina también saborea cuanto ejecutivo desparchado encuentra en los bares de los hoteles de cinco estrellas, en tránsito hacia una galaxia repleta de hombres ricos y ganosos.

Tercera escena

Eliana se cansó de esperar a “Mister Right” y empezó a conformarse con “Mister Right Now!”.

El príncipe azul se le volvió viejo verde y canjeó las zapatillas de cristal por unas buenas prótesis mamarias que la hacen sentir como toda una reina.

Ha estado en todos los grupos de “solos y solas” y ha chateado con toda clase de pervertidos. Hasta se fue a Bogotá un fin de semana para conocer a un ciber-amante que, según ella, le resultó “tamal sin carne” y la dejó iniciada.

Es promiscua por naturaleza y selectiva por recomendación de sus amigas.

Mira a los hombres de pies a cabeza y a todos les hace la ecuación de la colegiala.

Jamás sale a la calle sin maquillarse ni se pone chaquetas o sacos por mucho frío que haga afuera. Arguye que opacarían su “pechonalidad”.

Intenta posar de intelectual y termina posando con una flexibilidad memorable.

Le encanta jugar a la botella y asegura que nadie baila como ella.

Sigue apostándole a los gringos ilusos que vienen por estos lados buscando esposa bajo la premisa de que las latinas son hacendosas y casi tan sumisas como las asiáticas.

Se ha apuntado a mil cursos de francés que nunca aprendió pero se empezó a sentir francófona cuando memorizó la frase “voulez vous coucher avec moi?”.

Se pavonea por los sitios más exclusivos en su Volkswagen último modelo, en tránsito hacia una autopista donde lluevan hombres todo terreno y el límite de velocidad sean sus combustibles ganas.

© 2008, Malcolm Peñaranda.